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  • Foto del escritorJeremías Mas

LA CERTEZA DE LA SENTENCIA JUDICIAL


Primera versión publicada en Revista Prudentia Iuris, publicación oficial de Pontificia Universidad Católica Argentina. Nro 90 (Año 2020), págs. 79-115.


La Certeza de la Sentencia Judicial

Es propio del hombre sensato e instruido buscar la exactituden cada género de conocimientos en la medida en que lo admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleararazones probables, como reclamar demostraciones exactas a un retórico”.

(Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 3, 1094b25).



Resumen: El propósito de este artículo consiste en estudiar la certeza de las sentencias judiciales. La primera parte contiene una breve teoría de la certeza desde la perspectiva del pensamiento clásico, que termina en la definición de la certeza y en la división en sus especies. En la segunda parte, asume el silogismo de aplicación de la ley, como estructura lógica típica de toda sentencia judicial, y analiza los problemas vinculados con el descubrimiento de la premisa normativa (mayor) y con la fijación de la premisa fáctica (menor); y aplica los conceptos generales de la primera parte a fin de establecer la certeza que cabe asignarle a cada una de ellas. El estudio finaliza con una conclusión acerca de la certeza propia de las resoluciones de los órganos judiciales que ponen fin a un litigio con carácter definitivo y determinan lo justo en concreto.


Palabras clave: Certeza; Silogismo de aplicación de la ley; Concreción; Sentencia; Derecho; Opinión.


I. Introducción: el problema de la certeza de los enunciados que dicen lo que es Derecho


El concepto de certeza es uno de los más necesarios e importantes de la filosofía del conocimiento humano. El problema que nos proponemos considerar es el de la certeza propia de los juicios y enunciados jurídicos, con particular referencia a las conclusiones a las que se arriba en el, así llamado, silogismo prudencial o silogismo de aplicación de la ley, que es el modo típico de razonar de los abogados, jueces y operadores jurídicos en general1. Si bien consideramos que hay una identidad sustancial en la determinación del Derecho cualquiera sea el operador jurídico u órgano que la realice, por razones metódicas limitaremos nuestro estudio a la actividad de aplicación de la ley –o, quizás sería mejor decir, a la determinación de lo justo en concreto– por excelencia, que es la que hace el juez cuando resuelve una controversia judicial mediante una sentencia. Por lo tanto, el problema que nos proponemos abordar podría resumirse en los siguientes interrogantes: ¿Qué grado de certeza tiene el enunciado por medio del cual el juez, en ejercicio de la iuris dictio, establece o dice lo que es el Derecho en el caso concreto sometido a su decisión? ¿Cuál es la certeza propia de las resoluciones de los órganos judiciales que ponen fin a un litigio con carácter definitivo y con autoridad de cosa juzgada, es decir, de las sentencias judiciales?


Hemos conferido a este estudio una estructura didáctica con el propósito de lograr la mayor claridad y precisión posibles. En primer lugar, abordaremos el problema de la esencia de la certeza considerado en sí mismo, es decir, su naturaleza y origen. Nuestra tarea, en esta primera parte, será la elaboración de lo que podríamos llamar una teoría general de la certeza, esto es: un estudio científico-sistemático susceptible de fraguar en una definición de certeza y en sus divisiones. En la segunda parte de nuestro estudio, nos proponemos aplicar las nociones generales adquiridas en la primera sección, al caso de la certeza propia de la conclusión del razonamiento típico del juez.


El trabajo se inserta dentro de una tradición intelectual precisa que, a modo de marco teórico, hace posible nuestra reflexión: la tradición central de occidente, que arranca en Platón y Aristóteles, continúa en parte con Cicerón, se prolonga en la escolástica medieval, con particular relevancia en Santo Tomás de Aquino, y continúa hasta hoy, habiendo acumulado un

amplio cuerpo de doctrina que se caracteriza por su realismo gnoseológico y su objetividad.


II. La doctrina clásica acerca de la certeza


II.1. Noción nominal de certeza


La palabra “certeza” deriva de certitudo, sustantivo latino que quiere decir “firmeza”. En latín, el término firmitas significa “estabilidad”, “solidez”, “permanencia” (lo opuesto a vacilación o fluctuación); pero en cambio, certare tiene la significación de “disputar” (de ahí la palabra “certamen”), y certum significa, en ocasiones, lo decidido o resuelto después de alguna disputa. El término “certeza”, de acuerdo con este primer contacto con su nombre, no expresa tanto el asentimiento que denominamos cierto cuanto la firmeza que presenta a la conciencia ese asentimiento2. Va de suyo que puede haber distintos grados de firmeza en el asentimiento, pues bien: la certeza es una de las modalidades de ese asentimiento.


II.2. De la duda a la certeza, pasando por la opinión

La experiencia común pone de manifiesto las innumerables ocasiones en las que nuestra inteligencia reflexiona sobre algún asunto y oscila entre dos extremos de una alternativa contradictoria sin decidirse por ninguno de ellos. El pensamiento está como en movimiento, por así decirlo, o en evolución, en dirección a un término ulterior que no es otro que la verdad, pues es lo que todos deseamos naturalmente3, pero hasta que no arriba a ella experimenta un estado de tensión entre dos juicios opuestos. Los dos términos de la cuestión se presentan como posibles y, entonces, el peso de ambos mantiene equilibrio la balanza del espíritu, que, consecuentemente, no se decide y suspende el juicio. Se contenta con interrogar, investigar, sopesar los pros y los contras, citar el pensamiento ajeno, pensar, pero no afirma nada. Este estado de vacilación es lo que llamamos duda, palabra cuya etimología nos remite al latín dubitare, que a su vez deriva de duo: “dos”, precisamente “por las dos alternativas que causan la duda”4. La duda, en resumen, puede caracterizarse como una suspensión positiva del acto de juicio ante ambas partes de la contradicción, por la equivalencia crítica de los motivos que militan a favor de cada uno de los extremos5.


Una opinión es, a diferencia de la duda, ya un juicio, y esto implica, de suyo, adhesión de la mente a un cierto enunciado, pero no con firmeza. Se trata de una afirmación realizada con temor de equivocarse, reservando, pues, la posibilidad de que el juicio contrario sea verdadero. A diferencia de la duda, la opinión implica que la mente se inclina más hacia un extremo de la contradicción, pero le queda sin embargo la aprensión de estar en el error. El sujeto afirma lo que provisoriamente le parece más probable en un momento del curso de su conocimiento, pues hay razones a su favor, pero que no bastan para excluir la hipótesis opuesta, de tal modo que ésta es también posible. Santo Tomás la define como “el acto del entendimiento que se inclina por una de las partes de la contradicción con temor de que el otro sea verdadero”6; y también dice que “es de la esencia de la opinión aceptar una cosa con miedo de que sea verdad la opuesta; de ahí que no sea firme la adhesión”7.


Sin embargo, a ese dualismo interior propio de la duda, o a ese temor a equivocarse característico de la opinión, puede suceder o sobrevenir, en algún momento, gracias al estudio concienzudo del problema, a la confrontación de opiniones, al esfuerzo intelectual, que finalmente uno de los términos se manifieste con tal claridad que haga que la inteligencia quede fijada a él, porque el objeto afirmado se presenta con evidencia intrínseca o perfecta. Cesa, entonces, la agitación fruto de la tensión suscitada por la atracción hacia dos cosas opuestas y la inteligencia alcanza un estado de sosiego, de tranquilidad, porque se dirige hacia un solo término. La facultad cognoscitiva se decide absolutamente por uno de los dos extremos de la contradicción, al que adhiere con firmeza y, por lo tanto, ahora tiene una sola dirección y ya no vacila ni abriga temor alguno de error, sino que experimenta el goce de estar en la segura posesión de la verdad. Esta fijeza o estabilidad de la inteligencia, en cuanto ha quedado determinada a un término único, es la certeza. Santo Tomás la define como la determinatio intellectus ad unum8 –determinación del intelecto haciauna sola cosa– o, también,como: firmitas adhaesionis virtitutis cognoscitivae in suum cognoscibile –la firmeza de adhesión de la facultad cognoscitiva al objeto cognoscible.


La certeza de la que estamos hablando es la certeza en sentido estricto o propiamente dicha, por así decirlo, y “es una certeza de conocimiento perfecto y concluso, que es el juicio, y se opone directamente a la duda”9. En efecto, la certeza es un término análogo cuyo primer analizado es la certeza del juicio, que es la certeza especulativa y que procede de la evidencia que es el fundamento supremo de toda certeza legítima. ¿La evidencia de qué? La evidencia de la vinculación necesaria de los términos del juicio, que implica, de suyo, la evidencia de su verdad. Dice Santo Tomás que hay dos actos de la razón; el primero, conocer la verdad acerca de algo; el segundo se produce cuando la razón asienta lo que conoce; y agrega: “[…] si las cosas conocidas fueran de tal modo que el entendimiento asintiera a ellas naturalmente como ocurre con los primeros principios, el asentimiento o disentimiento con estas cosas no está en nuestra potestad, sino en el orden de la naturaleza”10. Séanos ejemplo de asentimiento natural ante un juicio evidente el que pone el de Aquino:los primeros principios. Cuando la mente conoce el axioma que dice “el todo es mayor que la parte”11, capta inmediatamente la verdad de esta afirmación con solo conocer sus términos, “y así, sabido lo que es todo y lo que es parte, en el acto se comprende que el todo es mayor que cualquiera de sus partes”12. En ese caso, la evidencia inmediata de que el predicado del juicio pertenece a la comprensión del sujeto produce la determinatio ad unum en la que consiste la certeza: la inteligencia asiente con firmeza, pero no en virtud de una decisión voluntaria, sino de un modo natural y a causa de que la verdad del juicio evidente se le impone de manera inapelable.


Esta es, pues, la certeza en sentido estricto, o certeza en sentido propio, que acompaña el conocimiento perfecto que es el del juicio verdadero y evidente.


II.3. La certeza en sentido propio procede de la evidencia


La palabra “evidencia” proviene del latín evidentia, que a su vez deriva de videre, que significa ver. Es fácil apreciar la analogía de proporcionalidad presente en el término, pues así como el ojo ve con claridad un objeto sensible cuando es visible a la primera ojeada, hablamos, analógicamente, de la visión del entendimiento y decimos que algo es evidente cuando se presenta con suficiente claridad a la mente13. Sobre la base de estas aclaraciones, la evidencia puede caracterizarse como la claridad, ostensión o patencia con la que el objeto se manifiesta a la inteligencia y engendra su asentimiento. Cuando la conformidad de la propia mente con la realidad, propia del acto de juicio lógico, y expresada en un enunciado extramental, se manifiesta con plena claridad, decimos que el enunciado es evidente. La evidencia es una cualidad del objeto de conocimiento: consiste en la visibilidad o clara inteligibilidad de la cosa tal como se manifiesta a la mente y, por otra parte, en la “visión” tanto sensible como intelectual que acompaña a esto. Ambas dimensiones (la objetiva y la subjetiva) no pueden separarse entre sí. En efecto, una cosa es la evidencia o inteligibilidad que tenga el objeto en sí mismo considerado (evidencia quoad se)y otra muy distinta la cantidad de evidencia, por así decirlo, que sea captada por el acto cognoscitivo (evidencia quoad nos), y lo que determina el valor gnoseológico del conocer es esto segundo y no lo primero. Por lo tanto, la evidencia es una articulación de objeto conocido y acto cognoscente, motivado por la cantidad de evidencia captada.


La certeza no se confunde con la evidencia, pues mientras que la primera, tal como lo hemos estudiado, es propiedad del acto de conocimiento, la segunda es una cualidad del objeto conocido. El objeto se manifiesta con tal claridad, es decir, con evidencia, que determina a la inteligencia ad unum. Por lo tanto, si bien son cosas distintas, hay una relación necesaria entre ambas, que podemos calificar como una relación de causa a efecto14, pues la evidencia del objeto es causa de la certeza en la facultad cognoscitiva. Es que, si bien la certeza radica en la mente del sujeto que conoce, es correlativa de la evidencia objetiva de la cosa conocida. Quien ve con claridad, asiente con seguridad. Por eso, la certeza errónea o meramente subjetiva no es certeza en el mismo sentido: porque nace de un defecto de evidencia objetiva. Esta relación necesaria ha dado lugar al uso indistinto de los términos certeza y evidencia15.


Así, la evidencia puede considerarse como el origen y la fuente necesaria y suficiente de la certeza, y ello por las siguientes razones: a) mientras no se dé una manifestación clara del objeto, la mente no queda determinada unívocamente ni adhiere con firmeza (certeza); por lo tanto, la evidencia es necesaria para que haya certeza; y b) una vez que se dé, la mente no necesita nada más para quedar determinada hacia el objeto, y, consecuentemente, esa clara manifestación es suficiente.


Todo lo dicho puede resumirse en dos tesis. La primera: la evidencia es la raíz, la fuente y el fundamento de toda certeza y, por lo mismo, de ello se desprende que, en segundo lugar: no cabe certeza que no implique alguna evidencia.


II.4. División de la certeza por el grado de evidencia del enunciado


La certeza, en cuanto propiedad del acto cognoscitivo, admite grados. Es un hecho que surge patente con una elemental carga de reflexión psicológica que el grado de certeza de nuestros juicios no es, ciertamente, el mismo. La firmeza del asentimiento es notoriamente diversa en la extensa gama de juicios ciertos que podemos formular. La razón gnoseológica de esa diversidad de grados de la certeza está en la evidencia en que se apoya. Es también un hecho gnoseológico que no existe una única clase de evidencia porque la inteligibilidad de la cosa depende de cada objeto y no es posible exigir en el orden histórico una evidencia de tipo matemático, o en el orden moral, una de orden físico. La evidencia no es la misma en todos los casos y ello repercute en la certeza que engendra. Corolario obvio de ello es que no es acertado concebirla certeza en un sentido absoluto como si fuera un concepto unívoco al modo del racionalismo de corte cartesiano, sino más bien como una noción análoga.


De acuerdo con lo que llevamos dicho, es posible realizar una división de la certeza en función de las diversas clases de evidencia del enunciado que le sirve de fundamento, división que consideramos más exacta y precisa que las tradicionales16, y que nos lleva a proponer una clasificación sumamente esquemática en dos grandes clases: certeza perfecta, llamada por algunos autores certeza evidente, y certeza imperfecta o no evidente.


a) Certeza perfecta: la que procede de los juicios de evidencia intrínseca


Hay dos formas principales de evidencia: una intrínseca, o de la verdad en sí misma, que se llama también evidentia veritatis; otra extrínseca o de credibilidad, que, en el marco de la Escuela tomista, suele denominarse: evidentia credibilitatis. Cada una de ellas es fuente y raíz de una certeza correlativa.


1) La evidencia intrínseca es la manifestación del objeto mismo o de la verdad. A su vez, se subdivide en dos clases: la evidencia intrínseca inmediata y la evidencia intrínseca mediata. La evidencia intrínseca inmediata es el tipo perfecto de evidencia, y frecuentemente se reserva el sentido del término a ella. Se llama intrínseca porque aparece al sujeto como propia del mismo objeto. Que sea inmediata significa que puede obtenerse sin recurrir a intermediarios lógicos que deberían conocerse previamente. Es aquella que se da cuando el objeto se presenta con total luminosidad a la inteligencia y, consecuentemente, la facultad cognoscitiva capta con absoluta claridad la pertenencia del predicado al sujeto del juicio y su verdad se impone con necesidad imperativa. En estos casos, la inteligencia queda determinada y presta su asentimiento por un juicio afirmativo (o negativo) sin que la voluntad tenga que intervenir positivamente. En efecto, cuando se da la evidencia intrínseca e inmediata del enunciado con total claridad, la afirmación se lleva a cabo sin ningún influjo de la voluntad, y hasta puede ocurrir que contra su mismo influjo. Dicho, en otros términos: cuando la verdad del enunciado luce patente al entendimiento y no requiere ninguna libre decisión de la voluntad, ello funda una certeza plena y total. Y lo que entonces sucede es lo que suele expresarse con la fórmula “rendirse ante la evidencia”.


Un ejemplo de esta clase de certeza es la que engendran los enunciados de evidencia inmediata. Son aquellos enunciados cuyos contenidos se presentan a la mente como verdaderos, por sí mismos y sin necesidad de ningún discurso o proceder demostrativo, ya que su verdad se impone en su presencialidad inmediata. La evidencia de estos enunciados se manifiesta a la inteligencia desde el mismo momento en que se comprenden sus términos porque el entendimiento conoce inmediatamente la conveniencia intrínseca entre sujeto y predicado; y es de tan alto grado, que algunos autores la llaman evidencia perfecta17, y otros, evidencia absoluta o incondicionada18. Opera al modo de una necesidad imperativa que determina y provoca un asentimiento pleno y sin fisuras y, por tanto, engendra y es fundamento de lo que hemos llamado certeza en sentido estricto, que también merece llamarse perfecta. Si, tal como hemos dicho, la certeza es directamente proporcional a la evidencia, esta evidencia será la raíz de una certeza del más alto grado. En estos casos, la determinación y adhesión del intelecto es absolutamente independiente de todo influjo inmediato de la voluntad.


Esta clase de evidencia y, correlativamente, de certeza se da, típicamente, en el conocimiento de los primeros principios o proposiciones per se notae –“evidentes en sí mismos y, por lo tanto, vistos”19– intrínseca e inmediatamente evidentes, que están en la base de toda ciencia, como, por ejemplo: el principio de no contradicción. El principio de no contradicción –nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido– es la primera verdad que surge en nuestro conocimiento de la realidad: es el conocimiento humano más cierto y la causa de la certeza de los demás conocimientos, que por él se iluminan20. Este mismo grado de certeza es atribuible a algunas verdades matemáticas21: dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí.


Este mismo grado de evidencia y, por lo tanto, de certeza, es la que producen también lo que podríamos llamar juicios de experiencia sensible inmediata, como, por ejemplo, yo estoy leyendo, ese libro está frente a mí, llueve, etcétera. El hecho no es necesario, es contingente, yo podría no estar leyendo; pero la percepción de ese hecho que se encuentra inmediatamente presente ante el sujeto, en cuanto acto de experiencia puntual (percepción, en la terminología de Félix A. Lamas)22, pone de manifiesto una necesidad de hecho que es análoga a la necesidad de los principios: no es posible que yo no esté leyendo cuando tengo conciencia de estarlo23. El sujeto cognoscente tiene plena certeza de la relación de la sensación con la existencia del objeto externo que la causa24. Por lo tanto, estos enunciados no consienten incertidumbre.


A esto parece referirse Aristóteles en el Libro VI de la Ética Nicomáquea, cuando dice que tanto de los “límites inmóviles y primeros”, es decir, de los primeros principios autoevidentes, cuanto de “los últimos”, esto es, de las cosas concretas, sensibles, hay intuición y no razonamiento25. En efecto, en ambos casos hay visión del objeto, por así decirlo26, es decir, un conocimiento directo e inmediato de objetos completamente evidentes y, por tanto, aptos para producir un conocimiento verdadero y cierto. Los principios más universales y el hecho presente ante mí, pues, gozan ambos de plena certeza. La otra subespecie de evidencia intrínseca es la evidencia intrínseca mediata, y es la propia de las verdades conocidas no por sí mismas sino por medio de otra (per aliudnotum). Es lo que sucede con las conclusiones de las demostraciones científicas y, en general, con las verdades demostradas por un término medio intrínseco, por ejemplo: la demostración de la mortalidad de este hombre singular obtenida por una inferencia mediata a partir del conocimiento de la naturaleza mortal de todo hombre. En este supuesto, que merece denominarse evidencia apodíctica, la certeza de la inteligencia se produce en virtud de que la conclusión se resuelve, por medio del razonamiento, en unas premisas que ya son conocidas (porque son evidentes en sí mismas o porque, a su vez, han sido demostradas). Tales son los casos de las conclusiones más lejanas de la metafísica, de los teoremas matemáticos y de muchos conocimientos de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias humanas. Si bien esta clase de evidencia no guarda estricta identidad con el caso de los enunciados autoevidentes, es también susceptible de engendrar el mismo grado de certeza, si se apoya en una estricta deducción lógica a partir de una propositio per se notae. Por ello, la hemos incluido en esta primera parte de nuestra división.


b) Certeza imperfecta: la que procede de la evidencia extrínseca


Es la certeza consiguiente a la evidencia imperfecta que es la evidencia extrínseca, llamada así porque tiene un motivo extrínseco o que no proviene del objeto mismo sino de un término medio, generalmente, un testimonio; por eso se llama evidencia de credibilidad. Es que, en esta clase de evidencia, el objeto no se presenta a la inteligencia en forma directa y de un modo susceptible de determinar necesariamente al entendimiento. Esta clase de evidencia, aun siendo verdadera evidencia, carece de exigencias imperativas en relación a la inteligencia y, consecuentemente, la adhesión en la que consiste la certeza depende (al menos en algún grado) de la determinación de la voluntad. El entendimiento no es coaccionado plenamente por la presencia del objeto y ello deja un resquicio mental para un temor que detiene o dificulta el asentimiento. Este temor ha de ser vencido por una definitiva intervención de la voluntad.


Son casos en los que el objeto es gnoseológicamente oscuro para el cognoscente, pues carece de lo que podríamos llamar evidencia necesitante. Por lo tanto, el entendimiento como potencia aislada no cuenta con razones que lo determinen con fuerza suficiente para el asentimiento; la adhesión exige, por lo mismo, ser completada por la voluntad. El entendimiento no ve con suficiente claridad y eso lo frena, prudentemente, de adherir con firmeza. Por ello, es menester que intervenga la voluntad como potencia complementaria en la unidad total del suppositum cognoscens o de la persona27. La voluntad es incapaz de dar más luz o de engendrar una mayor evidencia, pero sí de dar fuerza a la adhesión. Esa firmeza o seguridad que la certeza añade cualitativamente a la verdad no proviene de la inteligencia, sino que es consecuencia de una totalidad compleja de capacidades psíquicas que, en definitiva, podemos reducir al conocer como facultad de todo el hombre.


Ejemplo típico de certeza imperfecta es la que suscitan los enunciados de evidencia mediata o extrínsecamente evidentes. Son aquellos enunciados cuyo contenido se presenta a la mente como verdadero, no por sí mismos sino por un medio gnoseológico extrínseco al propio enunciado que, en este caso, es lo único que se presenta como estrictamente evidente. Es lo que sucede con las verdades a las que accedemos por puro testimonio, como los enunciados en los que se afirma o se niega un hecho histórico y, en general, todos los enunciados fundados en lo que se conoce como fe humana.


Se trata de afirmaciones respecto de objetos que, al no ser conocidos por medio de experiencia directa, carecen de evidencia objetiva, pues el objeto no estimula directamente nuestras facultades cognoscitivas y esa falla en la luminosidad de la visión del objeto se suple imperfectamente por la evidente confiabilidad de quien lo atestigua o por la evidencia de la veracidad del testimonio. Empero, el testimonio, que constituye el medio a través del cual llega la mente a conocer el objeto, carece de necesidad imperativa y, por lo tanto, la hipótesis contraria se presenta, al menos, como posible, lo cual, naturalmente, crea un estado de indecisión adhesiva o, dicho en términos más precisos, un grado de certeza mucho menor.


En tales supuestos, la evidencia es solo del medio, pero no del objeto, por eso cabe denominarla evidencia mediata o imperfecta. Vale la pena detenerse en este aspecto de la cuestión: en estos casos, lo que se manifiesta directamente a la inteligencia y se ve con claridad es el medio (el testimonio, la autoridad que transmite una verdad) pero no el objeto en cuanto tal. El entendimiento tiene la evidencia de que este testimonio –de un hecho o de una doctrina– puede prudentemente ser creído, merece ser admitido como conforme con la realidad; pero no por esto posee evidencia directa de que la cosa atestiguada sea realmente así. En la medida en que la verdad del enunciado no queda ni directa ni totalmente patente al entendimiento, la facultad intelectiva es incapaz de pronunciar un juicio dotado de exigencias imperativas. Queda pues un margen mucho más amplio para la intervención de la voluntad, la cual imperará el asentimiento, si bien legítimamente, puesto que existe un motivo racional para creer (la evidencia de la veracidad del testigo). En efecto, en estos casos, la firmeza de la adhesión y el grado de certeza dependerá del complemento de la voluntad en la unidad de la persona, no como complemento de la evidencia, sino como complemento de la adhesión. Esto es lo que ocurre en nuestras innumerables afirmaciones ciertas de todas clases fundadas en testimonios orales o escritos, sin que veamos razón alguna para dudar prudentemente de su veracidad; por ejemplo, que Cervantes es el autor del Quijote; que existe el Polo norte; que nacimos en tal fecha, etc. En realidad, la mayor parte de nuestras certezas históricas, prácticas y de la vida social no tienen otro fundamento. Incluso los expertos, fuera del objeto especial de sus estudios específicos, aceptan sin reserva los datos que les suministran los manuales, tratados o diccionarios, fiándose de sus autores.


Esa evidencia mediata o imperfecta, a su vez, puede ser de dos clases: se llama evidentia in attestante la que se funda en la evidenciade la veracidad del testimonio considerado en sí mismo, que resulta, no de la autoridad personal del testigo, que puede ser nula, sino de las circunstancias de su testimonio, de su concordancia con otros testimonios o con otros elementos de prueba, o de un cúmulo de signos ciertos que den certeza al contenido del testimonio. A la luz de una tal evidencia, la voluntad interviene necesariamente, porque el sujeto advierte que sería absurdo e inútil resistirse sin razón alguna a admitir lo que es así afirmado. En algunos casos, la certeza que es producto de esta evidencia es muy alta: son aquellos supuestos en los que la afirmación del contradictorio sería un “imposible gnoseológico”; por ejemplo, el juicio existe el Polo norte, aunque, de hecho, al sujeto que lo afirma no le conste su verdad más que por testimonio.


La otra clase es la evidentia credibilitatis, es decir, la evidenciade credibilidad o de autoridad –que no excluye, desde luego, la anterior–, que es la que se funda en la evidenciade que el testigo, la persona que afirma tal cosa, es, por razón de su autoridad personal, digna de crédito en todo cuanto dice. Hay, pues, un motivo razonable para creer lo que es afirmado, pero aquí la voluntad es libre de imperar el asentimiento, porque se trata de otorgar confianza a la autoridad de otro.


Un ejemplo claro de certeza ante una evidencia extrínseca es la certeza de la fe. La certeza de la fe es un acto cierto que ni ve, ni sabe, ni conjetura, ni duda; es un acto que tiene firmemente por verdad algo que le dijeron que era verdad. En la fe, dice Santo Tomás, el conocimiento se determina ab extrínseco, y el asentimiento se determina por la voluntad28. Por todo esto, se trata de una certeza en la que la primacía está en la voluntad y no en el entendimiento: “[…] en el conocimiento de la fe la voluntad tiene el primado, ya que la inteligencia asiente por la fe a las cosas que se le proponen porque quiere y no necesariamente determinada por la evidencia misma de la verdad”29.


Como se ve, dentro de esta clase de certeza que hemos denominado imperfecta, y que también podríamos caracterizar como certeza dependiente de la voluntad, hay una amplia variedad de grados, pero no parece conveniente, por ello, abrir subespecies pues todas ellas tienen una misma esencia o naturaleza, cual es la falla en la evidencia del objeto. Lo que sí resulta claro es que no es certeza en el mismo sentido que la certeza perfecta sino certeza por participación o analogía.


Lo expuesto puede ser graficado del modo siguiente:

Cuadro: Certeza y Evidencia


II.5. La certeza práctica


Toda la doctrina que antecede y todo lo que ha sido dicho corresponde a la certeza especulativa, pero existe también la certeza práctica, que no es, claro está, solamente cognoscitiva, como la especulativa, sino también directiva de la voluntad o, mejor dicho, del acto humano voluntario. La certeza práctica participa, en alguna medida, de la certeza especulativa, pero toda ella está orientada a la acción, como el mismo conocimiento práctico30. Se ha dicho, supra, que el término y el concepto de la certeza son análogos, doctrina que Santo Tomás sostiene expressis verbis, tal como puede verse en el siguiente pasaje: “[…] se llama certeza propiamente la firmeza de adhesión de la facultad cognoscitiva a su objeto. Más cualquier operación y movimiento de lo que tiende a su fin procede del conocimiento que lo dirige, bien sea propio, como en los agentes voluntarios, bien sea remoto –separado–, como en los agentes naturales”31. Es decir: así como la certeza propiamente dicha es la certeza del conocimiento especulativo, que es la determinación unívoca de la facultad cognoscitiva a su objeto, así también, hay una certeza por participación que es la certeza práctica, la certeza de conocimiento directivo de la acción, llamada por Ramírez certeza de vida32, y que consiste en la determinación que la razón práctica imprime en la acción libre para dirigirla hacia su fin sin titubeos ni vacilaciones.


Santo Tomás lo indica, quizás con mayor claridad, en otro lugar:“[…] la certeza se encuentra en algo de dos modos, a saber, esencialmente y por participación. Se encuentra esencialmente en la facultad cognoscitiva; de este modo se dice que la naturaleza obra certeramente, en cuanto movida por el intelecto divino que mueve certeramente cada cosa a su fin.


Y también en este sentido se dice que las virtudes morales obran con más certeza que el arte, en cuanto que son movidas por la razón a sus actos al modo de la naturaleza”33. Por lo tanto, corresponde distinguir diversas acepciones de la palabra certeza, como ocurre similarmente en todos los análogos: la certeza especulativa perfecta, que es el primer analogado; la certeza especulativa imperfecta, que es un analogado secundario, tal como ha sido estudiado más arriba; y también la certeza práctica que, según enseña el Padre Santiago Ramírez, “no es, pues, una certeza de conocimiento conforme a la verdad especulativa, que es por adecuación a la realidad de las cosas, sino una verdad de dirección conforme a la verdad práctica que es por adecuación al apetito recto del fin”34. La certeza práctica no es certeza en sentido propio sino una certeza por analogía o por participación, precisamente porque participa de la certeza especulativa, pero en una medida limitada. Ahora bien, toda analogía implica, de suyo, que los analogados inferiores toman parte del contenido esencial presente por antonomasia en el analogado principal. ¿Cuál es ese contenido esencial de la certeza per prius que tiene que darse, también y de algún modo, en los analogados inferiores –certeza per posterius– y que, por lo tanto, tiene que estar en la certeza práctica? La determinación objetiva, la inclinación determinada a una cosa, que, en el caso de la acción humana, o del acto voluntario, es la dirección al fin35.


III. La certeza del enunciado que expresa la parte dispositiva de una sentencia judicial


III.1. La lógica de los operadores jurídicos


El hombre no puede pensar de otro modo que no sea recurriendo a conceptos, ideas y enunciados generales, de una parte, para luego aplicar, entender e interpretar las cosas individuales, los actos concretos y las circunstancias singulares, mediante un proceso lógico de inclusión de esto último (lo singular) en aquello (lo general). La determinación racional del Derecho en concreto no es una excepción. Los abogados, cuando formulan planteos judiciales a fin de hacer valer los derechos de sus clientes; los propios sujetos jurídicos, cuando establecen cuál es el obrar debido en justicia que deben poner en acto y, de modo más decisivo, los jueces, cuando determinan, con autoridad, y en forma definitiva, qué es Derecho en una situación controvertida; en suma, lo que podríamos llamar “los operadores jurídicos” en general, todos ellos razonan de la misma manera.


En la medida en que no pueden crear una solución de la nada, forzosamente deben tomar en cuenta como principio racional de la decisión las normas generales, o bien las pautas generales de conducta expresadas en principios jurídicos universales. Y luego intentarán establecer si el caso concreto está de alguna manera comprendido dentro de los términos generales de esas normas y principios para, finalmente, inferir una conclusión. La operación lógica consiguiente es la aplicación o subsunción, esto es, la subalternación o inclusión de un enunciado particular (o menos general) que expresa los hechos del caso, en uno universal(o más general), que es la norma general. “Toda solución de un conflicto, o toda determinación de lo justo, delo suyo de uno y delo debido de otro –escribe Félix A. Lamas–, a la vez es concreción e implica subsunción, en la medida que una norma general –un criterio general, o una pauta general de conducta, o un modelo típico imperativo– sea tomada en cuenta como principio de esa determinación”36.


La importancia que posee por sobre las demás modalidades de determinación del Derecho aquella que es propia del juez, tiene su fundamento en que su determinación de lo justo lo es con carácter definitivo y, en el caso de las instancias últimas del orden judicial, inapelable. “La realidad jurídica, que es esencialmente judicial –enseña Álvaro D’Ors–, aunque no se limite estrictamente a las intervenciones judiciales, las tiene siempre como último término de referencia. Todo cuanto constituye realidad jurídica va orientado al juez, pues es jurídico precisamente porque puede dar lugar, eventualmente, a una declaración judicial”37. En suma, si bien es cierto que la determinación del Derecho en concreto no puede reducirse a la que hace el juez y que existe una aplicación del Derecho por parte de abogados y aún los propios particulares, parece claro que en su modo judiciales donde se pueden apreciar más claramente las notas y particularidades de la concreción del Derecho38. Por esa razón, nos limitaremos en lo que sigue a ella, sin perjuicio de dejar sentado que puede aplicarse extensivamente todo lo que se diga a su respecto a las demás modalidades de determinación del Derecho en concreto.


III.2. El silogismo de aplicación de la ley


El acto mediante el cual el juez establece lo suyo y lo debido de cada parte en un proceso judicial se llama juicio, ya que “juicio propiamente designa el acto del juez en cuanto es juez; pues decir juez es como decir ‘el que dice el Derecho’”39. Y ese juicio, que se exterioriza a través de un enunciado que dice cuál es la conducta jurídica concreta que el justiciable debe realizar, es la conclusión de un silogismo.


El silogismo que hace el juez es el silogismo de aplicación de la ley, que también puede llamarse: silogismo judicial o silogismo prudencial, y es asimilable al silogismo que Santo Tomás denomina, algunas veces, silogismo operativo –syllogismo operativo40 y que en otras oportunidades llama silogismo prudencial –syllogismo prudentiae41. La premisa menor del silogismo de aplicación de la ley es un enunciado que expresa las circunstancias fácticas que rodean el obrar concreto sometido a juicio, y debe ser subsumida en la mayor, es decir, dentro de la regla general expresada en la ley, para poder concluir en aquello que se debe hacer.


La tesis según la cual la decisión judicial se corresponde esquemáticamente con un silogismo de orden práctico ha sido criticada a lo largo del siglo pasado42 y es todavía hoy un tópico controvertido. Excede la economía de este estudio analizarlas posiciones respectivas en este debate o siquiera describirlas. Baste señalar que compartimos la opinión de quienes, dentro del pensamiento clásico, sostienen que la sentencia judicial es, esencialmente y sin perjuicio del uso de otros métodos intelectuales (inducción, interpretación, analogías, la llamada “ponderación de principios”, etc.), el fruto de un silogismo práctico: Félix A. Lamas43, Georges Kalinowski44, Carlos I. Massini45, Pierre Aubenque46, Eduardo García Maynez47 y Étienne Gilson48; por otra parte, están fundamentalmente de acuerdo en que la decisión judiciales el resultado de la subsunción de unos hechos en una norma jurídica, si bien, claro está, cada uno de ellos con particularidades y matices, los siguientes autores: Karl Engisch49, Chaim Perelman50, Karl Larenz51, Jerzy Wroblewski52 y Neil MacCormick53.


Ahora bien, el problema objeto de nuestra investigación es el siguiente:

¿qué grado de certeza tiene ese enunciado singular que es la conclusión del silogismo práctico que formula el juez para resolver el caso concreto sometido a su consideración? Ello implica preguntarse, necesariamente, por la certeza de las premisas del silogismo de aplicación de la ley, pues es una regla universal de todo silogismo que la conclusión es de la misma índole que las premisas. En lo que sigue, analizaremos, por separado, la certeza de cada una de esas premisas.


III.3. La premisa menor del silogismo de aplicación de la ley: la premisa fáctica. Su certeza.


Hemos dicho que el juez es, por excelencia, quien principalmente tiene a su cargo la determinación de lo justo en concreto o, lo que es lo mismo, la función de emitir un juicio propiamente dicho, esto es, la misión de “decir el Derecho”. Esta determinación es el resultado de un dictamen prudencial que adopta la forma lógica de un silogismo: consiste en la aplicación de una ley general a un hecho particular54. El término final de ese proceso intelectual y, también, de toda la actividad judicativa, es la sentencia cuyo correlato externo o, por así decirlo, material, es un producto lingüístico, generalmente escrito, que expresa la atribución de lo suyo o de su derecho a cada uno de los litigantes.


La premisa menor del silogismo de aplicación de la ley es un enunciado en el que se afirma o niega el acaecimiento de un hecho, subsumible en normas jurídicas, dicho en otros términos, un hecho jurídicamente relevante. Empero, el juez debe sentenciar iuxta allegata et probata, es decir, tomando en cuenta solamente la información que conste en los escritos constitutivos de la litis –demanda y contestación–, de acuerdo con los hechos introducidos por las partes en sus respectivas presentaciones y de conformidad con las pruebas producidas en la causa. Es fácil apreciar la especial dificultad que entraña la averiguación de esos hechos y su expresión mediante un enunciado verdadero, pues son, precisamente, hechos controvertidos; es decir, lo que una parte afirma la otra lo niega.


Los hechos acerca de los cuales el juez deberá pronunciarse ya acontecieron. En efecto, se trata de hechos singulares, pretéritos y, consecuentemente, ni el juez ni tampoco los abogados de parte pueden tener experiencia, en sentido estricto, de esos hechos, entendiendo por experiencia el conocimiento directo e inmediato de la realidad presente al sujeto cognoscente, en su concreción fenoménica55.


Antes bien, el conocimiento que los operadores jurídicos en general y, en especial, el juez o el tribunal, tienen de los hechos pretéritos sub judice es, por lo tanto, un conocimiento indirecto y mediato. Indirecto porque, tal como ha sido dicho, ni el juez ni tampoco el abogado de parte tienen experiencia –en el sentido de conocimiento directo e inmediato de la realidad concreta– de los hechos suscitados entre las partes mucho antes de que ambos siquiera tomaran intervención en el caso.


El conocimiento de un hecho pretérito juzgable es mediato porque el único modo de conocer ese pasado es apoyándose en los rastros, los vestigios y las huellas que han dejado esos hechos: los documentos, los registros contables, los mensajes intercambiados entre las partes, y, fundamentalmente, los testimonios de los testigos presenciales, es decir, el conjunto de elementos que constituyen la prueba de lo acaecido, en cuanto resulta pertinente para la litis. Es, por tanto, un conocimiento mediato en sentido estricto, pues se adquiere a través de instrumentos cognoscitivos que en la jerga forense se conocen con el nombre de medios de prueba y, cabe resaltarlo, son medios producidos por el hombre como los recién mencionados. “Al crimen lo conocerá el juez a través de la policía –observa Massini–; las causas del incumplimiento de un contrato a través de las afirmaciones de las partes, los testigos, los peritos, etc.; la pertenencia de un inmueble a otro, por intermedio de los escribanos, del catastro, de un testamento, etc.”56.


Nótese que no se trata de medios lógicos, ni metafísicos, sino humanos y, por lo tanto, no puede descartarse por completo ni el error, ni mucho menos la faltade exactitud, ni tampoco los frecuentes defectos en la transmisión de esos hechos o, incluso, el deliberado propósito de las partes de torcer la verdad. La averiguación judicial de tales hechos dependerá, en definitiva, de lo que den de sí las pruebas producidas en el litigio, lo cual puede no coincidir exactamente con lo efectivamente sucedido. En resumen y para concluir: el conocimiento del hecho pretérito judicial solo puede darse en virtud de un especial modo de conocimiento que se denomina fe humana, cuyo término o producto es la afirmación de un hecho por parte del juez que no es ni evidente, ni demostrable por medio de un silogismo apodíctico, sino solo conocido sobre la base de los testimonios y elementos existentes en la causa.


Ese enunciado acerca de un hecho humano, singular e irrepetible, acaecido en el pasado, y conocido de un modo mediato e indirecto por fe humana, es un enunciado susceptible de conocimiento especulativo, no práctico, si bien está destinado a integrar un silogismo práctico.


Ahora bien, ¿qué grado de certeza puede tener ese enunciado? Negarle toda certeza a la fe humana implicaría negar una de las fuentes más importantes del conocimiento de los seres humanos. En rigor de verdad, la vida humana sería imposible sin el conocimiento por la fe, teniendo en cuenta que son muy pocas las cosas que conocemos por otros modos. Empero, va de suyo que la certeza obtenida por fe humana está lejos de ser una certeza en sentido estricto, perfecta o absoluta. Incluso, en comparación con ésta, parece llamarse certeza solo por analogía o por participación. Esta cuestión merece ser analizada con cierto nivel de detalle y ello será nuestra próxima tarea.


Hemos dicho que la certeza depende de la evidencia del objeto. Pues bien, el enunciado del hecho pretérito judiciable que hace el juez en su sentencia es una afirmación respecto de un objeto que, al no ser conocido por medio de experiencia directa, carece de lo que hemos dado en llamar evidencia intrínseca u objetiva. En efecto, el objeto de conocimiento, es decir, el hecho singular en cuanto tal, no es evidente al sentenciante porque el testimonio o el documento no es el hecho y es incapaz, por su propia naturaleza, de tornar evidente el hecho atestiguado o documentado. Esa falla en la visión del objeto se suple imperfectamente por la evidencia del medio, es decir, evidencia extrínseca. Empero, el testimonio o la prueba que constituye el medio probatorio a través del cual llega la mente –del juez– a conocer el objeto, carece de necesidad imperativa y, por lo tanto, la hipótesis contraria se presenta como posible, lo cual, naturalmente, crea un estado de indecisión adhesiva o de indeterminación en la inteligencia, la que sólo puede dar su asentimiento en virtud de un acto de la voluntad. Estamos lejos de la certeza entendida como perfecta determinación de la inteligencia ante la evidencia de la verdad. Se trata, más bien, de lo que hemos llamado certeza imperfecta, consiguiente a una evidencia extrínseca57 y que, en muchos casos, no pasará de ser una mera conjetura de opinión o un juicio probable. Sin embargo, la experiencia universal de tantísimos procesos judiciales pone de manifiesto que la dificultad gnoseológica para llegar a la certeza respecto de la afirmación de hechos sometidos a juicio es muchas veces superable e, incluso, que existen casos en los que puede adquirirse ese conocimiento con un alto grado de certeza. Por ejemplo, cuando en el juicio prestan declaración testimonial diversas personas, veraces, que dan adecuada razón de sus dichos y éstos coinciden entre sí hasta en sus mínimos detalles; si bien ello no demuestra ni tampoco torna evidente el hecho, resulta suficiente para garantizar, con muy alta probabilidad, que efectivamente ha sucedido del modo en que los testimonios concordantes lo refieren. No es casual que la evidencia extrínseca reciba el nombre de evidencia credibilitatis.


Santo Tomás hace expresa referencia a la certeza propia de la afirmación de hechos pretéritos conocidos por medio de pruebas judiciales y dice que en esta clase de asuntos humanos “no puede darse una prueba demostrativa e infalible”58, razón por la cual no es posible ni prudente exigir una certeza infalible, ni tampoco una certeza como la de las ciencias demostrativas, es decir, lo que hemos caracterizado como certeza perfecta o certeza propiamente dicha. Al contrario, hay que conformarse con el grado de certeza “que conviene a aquella materia, por ejemplo, cuando se prueba por testigos idóneos”59, o sea la certeza consiguiente a la evidencia extrínseca, que es certeza imperfecta.


Recapitulando lo expuesto en este apartado, cabe concluir en que el enunciado que constituye la premisa menor del silogismo de aplicación de la ley nunca podrá gozar de evidencia intrínseca o perfecta y, por consiguiente, tampoco podrá engendrar una certeza perfecta o evidente, de conformidad con la clasificación que hemos realizado más arriba. Antes bien, toda vez que se trata de una afirmación –o negación– del acaecimiento de hechos respecto de los cuales el juez –o incluso, los abogados de las partes– tiene un conocimiento indirecto y mediato, su evidencia será, necesariamente, extrínseca y, por lo tanto, la certeza correlativa de tal enunciado es de la clase que hemos denominado certeza imperfecta o no evidente.


III.4. La búsqueda tópica de la premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley: la premisa normativa


La premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley es una norma jurídica de alcance general pues todo juicio debe hacerse “según la ley escrita”, decía ya Santo Tomás60. Sin embargo, la operación silogística presupone una labor previa de reflexión, de investigación y de búsqueda de las premisas y, en particular, de la premisa mayor, toda vez que el juez –afirmación que puede hacerse extensiva a los abogados de parte– no la encuentra ya formulada y determinada. La teoría de la subsunción es verdadera pero sólo si se la entiende en su exacta realidad. La deducción en forma de silogismo es tan solo la última fase de la actividad judicial, pero presupone una serie mayor o menor de preparativos y de operaciones intelectuales previas a fin de establecer las premisas de ese silogismo61. Para dar con la premisa mayor del silogismo forense, el juez debe realizar una tarea de indagación, de exploración y de estudio hasta encontrar la o las normas –en sentido lato: leyes, decretos reglamentarios, tratados internacionales, principios generales del Derecho– que resulten, en su combinación, más adecuadas para la resolución del caso concreto.


Esa labor de búsqueda del material susceptible de operar como premisa general ha sido caracterizada, desde antiguo, como un arte de la invención–tomando esta palabra en su sentido etimológico: como hallazgo o descubrimiento–, es decir, una técnica de averiguación o investigación destinada encontrar los criterios, las ideas, las reglas jurídicas que operarán como tópicos o lugares desde los cuales se empieza a argumentar, técnica que Aristóteles denominó tópica62 y Cicerón, ars inveniendi63. Esa indagación tópica, esta técnica inventiva, que ha sido descripta por algunos autores como la “construcción de la premisa mayor”64, es relevante para nuestro tema, pues pone de manifiesto que, al igual que lo que sucede respecto del enunciado acerca de los hechos, tampoco el enunciado normativo que opera como premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley es algo dado, necesario e indubitable al modo de un axioma o una afirmación dotada de plena certeza. Al contrario, “lo que se encuentra (inventio) no siempre tiene certeza”65.


En lo que sigue, expondremos, sin pretensiones de exhaustividad, un catálogo de los problemas que presenta la construcción o el descubrimiento de la premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley.


1) La búsqueda tópica de la o las normas jurídicas aplicables



Lo que podríamos llamar tópica jurídica o inventio iuris es un momento necesariamente anterior al silogismo de aplicación de la ley, ya que es la etapa de descubrimiento y captura de las premisas que posteriormente se utilizarán como punto de partida “desde el cual” comenzar a razonar. El repertorio de tópicos jurídicos susceptibles de ser utilizados por los operadores jurídicos como premisa mayor del silogismo judicial es amplio y diverso. Más de dos mil años de tradición jurídica occidental ponen a disposición del abogado y del juez un importante patrimonio de cultura jurídica al que pueden recurrir. Sin ningún ánimo de exhaustividad, cabe formular un muy somero catálogo de tópicos jurídicos, susceptibles de ser identificados con las llamadas “fuentes del Derecho”: la Constitución Nacional; los Tratados de Derechos Humanos; los tratados internacionales en general; las leyes; los decretos reglamentarios del Poder Ejecutivo Nacional; las resoluciones de organismos administrativos; los principios generales del Derecho, muchos de ellos positivizados en los textos jurídicos de mayor jerarquía ya mencionados; los principios jurídicos de cada rama del Derecho; los aforismos, brocárdicos o máximas jurídicas; la jurisprudencia; la doctrina de los autores.


Uno de los problemas típicos de esta etapa prelógica (Viehweg), es decir, previa a la puesta en forma de silogismo del material argumentativo, es que muchas veces los hechos del caso pueden ser subsumidos en tópicos jurídicos diversos. La actividad del juez no consiste en algo tan sencillo como sería elegir una norma jurídica que es la única y la que, sin duda alguna, proporciona la solución para el caso. Antes bien, lo más frecuente es que el caso concreto pueda ser subsumido no tan sólo en una sola regla de Derecho sino en diversas normas combinadas y coordinadas entre sí, en general provenientes de fuentes de diversa jerarquía, como pueden ser: artículos de la constitución nacional, disposiciones establecidas en leyes, normas reglamentarias de esas leyes emitidas por el Poder Ejecutivo, etc. Cuando se trata de los magistrados argentinos, esta tarea de selección de la norma aplicable al caso se dificulta enormemente en razón de la gran exuberancia de la legislación vigente, lo cual torna imprescindible una tarea de depuración. En ciertas ocasiones, como se dijo, estas normas no resultan del todo coincidentes entre sí. La labor de fijación de la premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley no es, por lo tanto, una tarea lógica que se realice por medio de silogismos previos, sino que consiste en una serie de confrontaciones: de normas jurídicas entre sí, de conclusiones inmediatas o más lejanas, de principios generales del Derecho, y, a veces, de las opiniones de la doctrina en su interpretación de dichas normas. Todo ello exige un trabajo de comparación y correlación de normas, de selección de aquella que debe prevalecer, de evaluación de la validez de cada norma, de eventual apartamiento de la que corresponde desplazar; y, de esta suerte, surgen los consabidos problemas de: prelación de normas, nulidad de normas aplicables al caso por resultar violatorias de otras de mayor jerarquía, o de equidad.


Uno de los tópicos jurídicos utilizados cada vez con mayor frecuencia por jueces y abogados para argumentar en juicios son los principios66. Y, nuevamente, puede darse el caso de que dos principios distintos concurran a regular una misma situación de hecho, es decir, el supuesto de colisión de principios, con el problema consiguiente que será optar por aquel principio que desplace al otro. La propuesta teórica más influyente de las últimas décadas destinada a resolver este problema es la de Robert Alexy. El profesor de Kiel denomina “ponderación” a la técnica de comparar y confrontar “el peso de las razones” que juegan a favor de uno y otro de los principios en conflicto67. Ahora bien, para Alexy “existen dos operaciones fundamentales de aplicación jurídica: la subsunción y la ponderación”68, mientras que para nosotros lo que el profesor alemán llama “ponderación” no es una subespecie dentro del género “aplicación o subsunción”, sino más bien una operación intelectual previa a la subsunción, que integra la etapa de búsqueda, descubrimiento y justificación de las premisas. En efecto, en el caso de concurrencia conflictiva de principios jurídicos, durante la fase tópica será necesario recurrir, entre otros procedimientos disponibles, a la ponderación como una posible técnica tendiente a dar las razones que justifican la preferencia por uno de los principios en conflicto. Una vez justificada la elección de un principio, podrá ser utilizado como premisa mayor del silogismo judicial. No es este el lugar para dar este debate in extenso. En todo caso, baste lo señalado aquí para dejar en claro que, al juez, las normas o los principios generales susceptibles de brindar la solución de los asuntos que está llamado a resolver no le vienen dados y predeterminados por el orden de fuentes del Derecho, sino que este, en mayoro menor medida, le deja espacios para que elija entre alternativas diversas, sin perjuicio, claro está, de su deber de justificar la opción elegida.


2) La dialéctica abstracto-concreto



Ahora bien, una vez seleccionada la regla de Derecho aplicable, surgirá el eterno problema de la dialéctica abstracto-concreto: las normas prescriben, mediante un modelo racional imperativo, como ha de obrar el hombre, pero esta ordenación racionales expresada mediante conceptos, tipos y términos abstractos. Pero como este modelo abstracto puede realizarse de diversas maneras, pues lo justo cambia en cada caso según las circunstancias, es imposible que la norma universal y necesariamente indeterminada señale de una vez para siempre lo que ha de hacerse en concreto, sino que será tarea primordial del juez –con el auxilio de los abogados de las partes– determinar, en cada caso, por medio de la razón prudencial, la medida razonable de lo justo en concreto para que se haga justicia. En efecto, según afirma el de Aquino, en I-II, q. 95, a. 1, ad. 3,deben encomendarse a los jueces “algunas cosas tan particulares que no pueden ser comprendidas en la ley”69 ya que, redactada en términos generales y abstractos, no puede abarcar la infinita variedad de determinaciones propia de lo concreto.


Para ello, la norma operará a modo de ratio iuris, es decir, de razón formal de lo justo, mientras que las circunstancias fácticas singulares del caso sometido a juicio harán las veces de materia regulable por la norma, en la que deberá introducirse la forma racional de la justicia. Empero, lo relevante es que una misma norma general puede dar lugar a sentencias judiciales correctas aunque diversas entre sí según que la regla general sea aplicada a personas y a circunstancias contingentes, variables, y distintas, respecto de las cuales todo juez deberá realizar una consideración detallada y una reflexión mesurada70. Va de suyo, por lo tanto, que el pasaje de la norma general y abstracta al caso concreto no es una operación intelectual cuyo término pueda gozar de certeza perfecta o absoluta.


3) La recíproca implicancia de hechos y normas


Un problema afín al anterior, aunque no del todo idéntico, es el de la recíproca implicancia entre los hechos articulados por las partes en sus respectivos escritos constitutivos de la litis, y conocidos por el juez a través de las pruebas producidas en la causa, y la o las normas aplicables; pues, según sean aquellos, habrá que seleccionar la norma que los prevé. Afirma, lúcidamente, Theodor Viehweg,en su famosa obra Tópica y jurisprudencia, que “lo que de un modo simplista se llama ‘aplicación del Derecho’ es, visto de una manera más profunda, una recíproca aproximación entre los hechos y el ordenamiento jurídico. Engisch ha hablado, en este sentido, de un modo más convincente, de ‘el permanente efecto recíproco’ y de ‘la ida y vuelta de la mirada’”71.


La comprensión y la determinación de los hechos repercute sobre la elección de las normas jurídicas en las cuales habrán de ser subsumidos y, por lo tanto, el enunciado que expresa las circunstancias fácticas del caso (la premisa menor) proyecta sobre las normas esa certeza limitada e imperfecta de la que ya hemos hablado. Se ha dicho, con precisión y lucidez, que en el silogismo de aplicación de la ley “la premisa menor, en lugar de permanecer obediente al influjo de la mayor, reacciona y obra sobre ésta, incorporando parte de su contenido. Los hechos concretos a los que aplica su actividad el juez provocan, así, a través de la actuación de éste, un Derecho especial para ellos”72. En efecto, la identificación de la norma destinada a presidirla resolución del caso solo puede hacerse a la luz de los hechos; sin embargo, a su vez, los hechos sólo adquieren virtualidad jurídica en la medida en que son subsumibles en una norma jurídica. A modo de ejemplo: si el reo efectivamente cometió el homicidio, se aplica la norma jurídica que regula el homicidio simple, pero si lo hizo con alevosía, se aplica otra norma distinta que establece un castigo más severo. De tal manera que el conocimiento imperfecto de los hechos y las dificultades que conlleva arribar a una afirmación cierta susceptible de enunciarlo que efectivamente sucedió repercuten sobre las normas aplicables al caso.


4) Las lagunas legales


En cuarto lugar, puede darse el fenómeno de las denominadas tradicionalmente lagunas legales, es decir, la ausencia de una norma jurídico-positiva explícita perfectamente adecuada para resolver el caso. La ley escrita pretende regular, a modo de modelo general, la conducta social y jurídica y, para ello, el legislador anticipa lo que normalmente ocurre. Pero la legislación siempre registra vacíos y ello por las siguientes razones: (i) el legislador no puede preverlo todo, pues la riqueza de las innumerables situaciones posibles y la diversidad de alternativas que se presentan en el fluir cotidiano de la vida social, en su singularidad, mutabilidad y contingencia, rebasan la previsión legislativa. Ya desde antiguo, se había llegado a la comprobación de que es imposible que las normas formuladas abarquen todos los casos posibles, tal como surge del Digesto: “[…] ni las leyes ni los senadoconsultos pueden redactarse de tal forma que comprendan todos los casos que ocurran dondequiera”73. Por eso, el Derecho romano otorga a los pretores la función de subsanar y suplir las insuficiencias del Derecho escrito74; (ii) el cambio de las situaciones sociales reguladas, que hace que una norma nacida en determinadas circunstancias resulte inadecuada para regir otras nuevas surgidas al compás del inevitable dinamismo de la vida social. Estas últimas, llamadas “lagunas sobrevinientes”, son las más comunes. Por lo tanto, es virtualmente imposible que no haya lagunas legales75 y éste no es más que uno de los aspectos del problema de la concreción del Derecho: la constitutiva inadecuación entre las normas, necesariamente abstractas, que sólo pueden prever cosas futuras y generales, según la genial intuición de Aristóteles76, y la multiplicidad, variabilidad e individualidad de lo concreto. De ahí que, en la resolución de casos singulares, es posible que los jueces se encuentren con vacíos o insuficiencias dentro del orden jurídico normativo, es decir: situaciones que no son susceptibles de ser subsumidas en ninguna norma jurídica existente en el orden jurídico normativo, pero que sin embargo no pueden dejar de ser resueltas por medio de una sentencia. En la literatura jurídica reciente, si bien sobre la base de un marco teórico iuspositivista, merecen citarse los aportes de Alchourron y Bulygin y la rica clasificación de lagunas que realizan estos autores como muestra de que la existencia del problema de las lagunas normativas es hoy aceptado por todos77. Modernamente, se ha dado en llamar integración a la labor del órgano de aplicación de la ley consistente en suplir la falta de disposiciones jurídicas claras para la solución de los casos no previstos. El procedimiento tradicional78 para suplir las insuficiencias de la legislación positiva ha sido el de recurrir a los principios generales del Derecho, a los principios de la ley natural y a la equidad, ya sea para utilizarlos, directamente, como premisa mayor del razonamiento prudencial, o bien, para elaborar, a partir de las fuentes supletorias mencionadas, una regla de Derecho particular que resulte apta para resolver el caso no contemplado en la ley positiva.


5) El problema de la interpretación


En quinto término, y siguiendo con este repertorio de los conflictos atinentes a la elaboración de la premisa normativa del silogismo jurídico-prudencial, se presenta el problema de la interpretación de los enunciados normativos que integran todo silogismo. Desde Santo Tomás de Aquino79 hasta Kelsen80, se admite que quien aplica una norma jurídica, de algún modo la interpreta. Todo precepto jurídico encierra un sentido, pero este no siempre se manifiesta con claridad. El lenguaje natural humano no está exento de ambigüedades81, de vaguedades82 e imprecisiones, y de lo que, a partir de Waismann se ha dado en llamar “la textura abierta del lenguaje”83, entendiendo por tal expresión la posibilidad de que una palabra se aplique en el futuro a cosas diversas de aquellas a las que se aplica actualmente. Las normas jurídicas, prácticamente todas, están hechas de un material lingüístico que es por definición poroso, abierto, en alguna medida indeterminado, por lo que siempre pueden aparecer casos cuya solución resulta dudosa a la luz de dichas normas, debiendo el juez concretarlas y completarlas por vía de interpretación. La interpretación consiste en la operación intelectual destinada a “atribuir un sentido determinado a un signolingüístico”84. Toda vez que la norma es un enunciado expresado por medio de signos lingüísticos, es necesario realizar una interpretación de ellos con el fin de desentrañar su sentido. La interpretación jurídica está destinada a desvanecer las dudas respecto del significado de una norma jurídica, a aclarar los pasajes oscuros y, en definitiva, a asignarle un sentido al texto legal. Solo una recta interpretación de la norma, dice Betti, garantiza su recta aplicación al caso concreto85. Los diversos mecanismos de unificación de la jurisprudencia, tales como los tribunales de casación o los fallos plenarios, ponen de manifiesto que es harto frecuente la divergencia respecto de la interpretación de una norma jurídica. Por otra parte, existe una abundante literatura jurídica dedicada al tema de la interpretación con extensos catálogos de directivas y reglas para guiar el proceso de interpretación, todo lo cual demuestra hasta qué punto estamos ante una materia controvertida, opinable y, consecuentemente, dotada de incertidumbre. Va de suyo, pues, que la asignación de un determinado significado a una fórmula normativa no es una verdad evidente susceptible de generar certeza perfecta. Tanto es así que la historia da cuenta de períodos durante los cuales se ha llegado a prohibir la interpretación por considerarla causa de incertidumbre86.


6) Conclusión


En resumidas cuentas, y para concluir, de lo expuesto en este apartado, si bien no nos caben dudas de que toda decisión judicial tiene una estructura subsuntiva, dicha subsunción final (etapa lógica)se produce recién después de una etapa previa (tópica o inventio iuris), que consiste en una ardua tarea de búsqueda, captura y selección de las premisas(en este caso, la mayor). Por lo tanto, el juez no podrá ser nunca un être inánime, es decir, un autómata que aplica mecánicamente las leyes, según la pretensión de Montesquieu87 y, en general, de la Escuela de la Exégesis88, y tampoco un subsumtions maschine (máquina de subsumir), de acuerdo con la expresión tan elocuente que ha sido utilizada por la doctrina alemana89: un artefacto que se limita a subsumir hechos en normas jurídicas indudablemente aplicables al caso, que brindan la única solución correcta, como si se tratase de una operación mecánica. Se trata de una actitud matematizante o geométrica que propone utilizar un método para la resolución de los casos judiciales que no parece compatible con la materia jurídica. Antes bien, la premisa mayor del silogismo de aplicación de la ley es el fruto de un trabajo, frecuentemente difícil, de investigación, de búsqueda tópica, de deliberación, de comparación y de confrontación de disposiciones entre sí, de prudente interpretación a fin de establecer el significado intrínseco del enunciado normativo, de valoración y corrección de la ley general para adaptarla al caso, de integración de eventuales lagunas legales, para llegar, finalmente y con esfuerzo, a seleccionar y descubrir la o las normas legales, reglas de Derecho o principios susceptibles de operar como topoi,o lugares desde los cuales, o a partir de los cuales, realizar la inferencia. Va de suyo que el resultado de esta labor, consistente ya sea en la elección de una norma, o bien en la construcción de una regla para el caso, carecerá de la evidencia intrínseca susceptible de provocar una certeza perfecta, porque, en rigor de verdad, es una tarea en la que interviene no solo la razón práctica sopesando razones y valorando alternativas, sino también la voluntad, que es la que corta ese discurso deliberativo con el juicio electivo de la norma que, en definitiva, operará como premisa del razonamiento del juez.


Adviértase que esto no implica negar la existencia de principios jurídicos de máxima evidencia, los cuales, en virtud de ello, pueden engendrar el más alto grado de certeza. Tal el caso, por ejemplo, del principio alterum non laedere. Lo que sucede es que a medida que se desciende desde la altura de estos principios, máximamente abstractos, necesariamente indeterminados y esquemáticos, aunque dotados de plena certeza, a las leyes particulares, que son como conclusiones derivadas de los principios generales del Derecho, la exactitud y certeza van disminuyendo y, más aún, cuando se trata de la aplicación de la ley general a unas circunstancias concretas90. Parece claro, entonces, que la selección que deberá realizar el juez de la norma adecuada para resolver el caso y la consiguiente decisión de utilizarla como premisa mayor aplicable a los hechos sometidos a juicio, nunca será una decisión que se le imponga con evidencia necesitante, tal como se le imponen a la inteligencia las cosas claras, patentes y manifiestas, con la consiguiente certeza limpia y firme que ello trae aparejado. Al contrario, cuando el Magistrado opte por una determinada regla de Derecho, ello será, en alguna medida, producto no solo de su inteligencia sino también de su voluntad y, consecuentemente, su opción solo podrá gozar de una certeza imperfecta, analógica, como la que hemos analizado en un capítulo anterior de este estudio.


IV. Conclusiones


a) La certeza, en sentido estricto, o certeza propiamente dicha, es la firme determinación y adhesión del intelecto a alguna cosa, de manera que excluya todo temor a equivocarse. La certeza procede de la evidencia y, por lo tanto, habrá tantas clases de certeza como formas de evidencia. Desde este punto de vista, puede dividirse en: (i) certeza perfecta, que es la certeza propiamente dicha, a saber: la firme determinación del intelecto que da lugar a un asentimiento sin ningún tipo de restricción, consiguiente a la evidencia intrínseca que, por lo mismo, puede llamarse, también,sin más, certeza de evidencia; que es la certeza de la experiencia sensible y de los principios; y, de otra parte, (ii) certeza imperfecta, que es la adhesión que engendran los juicios de evidencia extrínseca. En el primer caso, hay una evidencia clara que fija a la mente en su objeto de un modo infalible, pero en el segundo la evidencia es menos definitiva porque es indirecta. A punto tal que, en rigor de verdad, no parece adecuado utilizar el concepto de certeza en sentido unívoco. La certeza imperfecta o de credibilidad no es certeza en el mismo sentido que la primera y, por lo tanto, podría, o bien ser equiparada con la certeza propia de la opinión, o, en su caso, podría ser considerada certeza sólo por analogía o por participación.


b) Los materiales que utilizan los operadores jurídicos en general para pensar, para razonar y para arribar a afirmaciones sobre lo que es justo en un caso concreto se reducen, esquemáticamente, a dos: enunciados acerca de hechos singulares pretéritos y enunciados normativos en sentido lato (que comprenden tanto las normas jurídicas particulares como también los principios más generales). O, dicho en otros términos: el silogismo de aplicación de la ley propio de los operadores jurídicos y, en especial, de los jueces, se construye con una premisa fáctica y una premisa normativa; en el caso del razonamiento del juez, la conclusión es la sentencia. Empero, lleva razón Recasens Siches cuando dice: “[…] la auténtica miga de la función judicial y la pesada cargade la misma no consiste en deducir la conclusión de dos premisas sino en la tarea, muchas veces dificilísima, de sentar las premisas correctas”91. Hemos tenido oportunidad de comprobar que ninguna de estas premisas goza de certeza plena o perfecta, pues ni los hechos del caso (premisa menor) ni tampoco la norma o principio jurídico en definitiva aplicable (premisa mayor) se presentan a la mente con evidencia intrínseca objetiva susceptible de imponerle una determinatio ad unum. Ahora bien, de conformidad con las reglas universales de los silogismos, la evidencia y la certeza –limitadas e imperfectas– de las premisas se comunica a la conclusión; por lo tanto, la conclusión del silogismo de aplicación de la ley, en la medida en que procede de premisas dotadas de una certeza con mero grado de probabilidad o verosimilitud, tendrá una certeza de la misma naturaleza. El razonamiento judicial concluye con la sentencia, acto autoritativo por el cual el juez da por terminada la deliberación y decide cuál es la solución justa para el caso concreto justiciable. Empero, en virtud de lo expuesto, ese juicio nunca podrá gozar de certeza en sentido propio o perfecta, sino solamente de certeza imperfecta, lo cual implica, necesariamente, cierta intervención de la voluntad. Por lo tanto, y de conformidad con los resultados de nuestro estudio, el juez pronunciará la sentencia conforme a la opinión que creyere más justa en el caso concreto, esto es: mejor apoyada por las normas jurídicas que haya considerado aplicables al caso y más ajustada a los hechos que, verosímilmente, afirme que hayan ocurrido. Esa decisión final tiene la índole de una opinión, que, en cuanto tal, siempre implica el temor de que las cosas sean de otra manera92. En efecto, como decía Santo Tomas de Aquino, “es de la esenciade la opinión aceptar una cosa con miedo de que sea verdad la opuesta; de ahí que no sea firme la adhesión”93.


El temor del que habla Santo Tomás consiste, en este asunto, en el peligro de que la sentencia pronunciada sea errónea, es decir, que las cosas sean de un modo distinto respecto de cómo las piensa y las dice el juez. El buen juez siempre será consciente de que los motivos para fallar en determinado sentido son solamente probables y de que esa mayor probabilidad que lo inclina a pronunciarse de ese modo no excluye por completo la posibilidad de una decisión diversa o contraria. Es fácil apreciar la diferencia entre la certeza propia de la opinión y la de un juicio cierto en sentido estricto, pues en la certeza propiamente dicha la mente se rinde ante la evidencia y se decide por uno de los extremos de la contradicción sin temor alguno de error, es decir, y tal como ha sido analizado en la primera parte de este estudio, con plena firmeza.


c) Una consecuencia que se sigue de lo dicho y que, si bien no fue tematizada en este trabajo, vale la pena señalar es que, habida cuenta de que las premisas que operan como punto de partida del discurso jurídico son solo probables o verosímiles, es decir, no son enunciados evidentes en sí mismos(per se notae), dotados de certeza propiamente dicha, llevan razón los diversos autores que a lo largo del siglo XX y loque va de este han sostenido que la silogística apodíctica propia de las ciencias matemáticas y demás modos de inferencia necesaria no son adecuados para razonar jurídicamente, a saber: Theodor Viehweg, Chaim Perelman, Karl Engisch, Karl Larenz, Francesco Carnelutti, Luis Recasens Siches y, en nuestro medio, Félix A. Lamas, Rodolfo Vigo, Carlos I. Massini, entre otros.


d) Una última conclusión que se desprende de nuestro estudio es que, ante la falta de evidencia necesitante por parte del objeto, se incrementa el margen de intervención del sujeto cognoscente, en este caso, el juez. Parece difícil eliminar toda dosis de subjetivismo en la labor de valoración de los testimonios, comprensión de los documentos, seleccióne interpretación de las normas jurídicas aplicables y, finalmente, composición de hechos y normas para llegar a una conclusión; siempre habrá en toda esta compleja tarea un sello de la personalidad moral –lo que Aristóteles llamaba ethos– del juez. Por eso, cobran enorme importancia las disposiciones morales de aquellos que tienen la facultad de juzgar y, en especial, la virtud de la prudencia. Un juez prudente, consciente del terreno difícil en que se mueve, depurará sus afirmaciones, limitará sus posibilidades de certeza, distinguirá entre lo racionalmente aceptable como verdadero y cierto y lo insuficientemente luminoso y claro. Y, desde otro punto de vista, todo ello es lo que justifica la existencia de la doble instancia para permitir el control crítico de las conclusiones de los jueces y a fin de que los excesos subjetivistas de un magistrado puedan ser corregidos por la objetividad de otros.


e) A modo de corolario final, respondemos la pregunta con la que abrimos este estudio, afirmando que la certeza propia de las resoluciones de los órganos judiciales que ponen fin a un litigio con carácter definitivo y con autoridad de cosa juzgada, es decir, las sentencias judiciales, es una certeza imperfecta, propia de la opinión.


Referencias


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2. De Alejandro, J. M., S. J. (1969).Gnoseología. Biblioteca de Autores Cristianos, 179.

3. Aristóteles. Metafísica, L. I, 980 a. El deseo natural de conocer la verdad es ejemplificado así por San Agustín: “Muchos he conocido a quienes les gusta engañar, pero a ninguno que quiera ser engañado” (Confesiones, X, 22, 33).

4. Corominas, J. (2015). Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico. T. CE-F. 3ª ed. Madrid. Gredos, voz “dudar”, 527.

5. Definición muy similar a la de José Ma. De Alejandro, S. J. (1969).Gnoseología. Ob. cit., 59.

6. “Opinio enim significat actum intelectus qui fertur in unam partem contradictionis cum formidine alterius” (Suma Teológica, I, q. 79, a. 9, ad. 4).

7. “De ratione opiniones est quod accipiatur unum cum formidine alterius oppositi; unde non habet firmam inhaesionem” (Suma Teológica, I-II, q. 67, a. 3, respondeo).

8. In III Sent., Dest. 23, q. 2, a. 2, q. 1 a. 3, n. 155.

9. Ramírez, S. (1979).La prudencia. Madrid. Ed. Palabra, 138.

10. Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 6.

11. Este ejemplo de axioma o principio universalmente evidente lo da Santo Tomás en: Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2, respondeo.

12. Suma Teológica, I, q. 2, a. 1, Objeción 2

13. Véase lo que dice, a este respecto, Santo Tomás en Suma Teológica, I, q. 67, a. 1: “De un nombre cualquiera conviene tener presente dos aspectos: su sentido original y el sentido con que se usa. Un ejemplo claro lo tenemos en la palabra visión, cuyo sentido original indicaba el sentido de la vista; pero por la dignidad y certeza de ese sentido, la palabra se ha extendido, con el uso, para indicar todo conocimiento que se tiene por los sentidos (así, decimos: Mira cómo sabe, mira cómo huele, mira qué caliente está); y también para indicar el conocimiento intelectual”.

14. Suárez, F. De grat. II 10, 11; Disputaciones metafísicas, XIX 6, 3; Santo Tomás de Aquino. Suma contra los gentiles, 3, 154.

15. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q. 18, a. 4.

16. Seguimos, en esta parte del trabajo, a José María de Alejandro, S. J., quien propone esta división en: (1965) Gnoseología de la certeza. Madrid. Gredos, 70, 73 y sigs.

17. De Alejandro, J. M. (1969).Gnoseología. Ob. cit., 65.

18. Millán Puelles, A. (2020). Léxico filosófico. Madrid. Rialp, 121.

19. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q. 1, a. 5, respondeo.

20. Santo Tomás de Aquino. In Post. Analyt., II, lect. 20.

21. Roger Verneaux atribúyelo que denomina certeza metafísica, que es el máximo grado de certeza, a las verdades matemáticas “porque expresan relaciones necesarias entre esencias abstractas”. En: (1981). Epistemología general o crítica del conocimiento. Barcelona. Ed. Herder, 141.

22. Lamas, F. A. (1991). La experiencia jurídica. Buenos Aires. IEF, 90.

23. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, I, q. 14, a. 13; íd., I, q. 86, a. 3.

24. El mismo Pirrón de Elis no dudaba de todo como creen algunos: admitía las sensaciones en cuanto pasivas, y se resignaba a las consecuencias de estas impresiones, conviniendo en la necesidad de acomodarse en la práctica a los que ellas nos indican. Nadie hasta ahora ha negado las apariencias; las disputas versan sobre la realidad efectiva, sosteniendo los unos que el hombre debe contentarse con decir: parece; y otros que puede llegar a decir: es.

25. Aristóteles. Ética Nicomáquea, Libro VI, 1143 a b.

26. Suma Teológica, II-II, q. 1, a. 4, respondeo.

27. De Alejandro, J. M. (1969).Gnoseología. Ob. cit., 195-197;íd. (1965). Gnoseología de la certeza. Ob. cit., 60.

28. Santo Tomás de Aquino. De Veritate, q. 14, a. 1 inc c.

29. Santo Tomás de Aquino. Suma contra los gentiles, III, 40.

30. Cfr. Ramírez, S. (1979). La prudencia. Ob. cit., 139-141.

31. Santo Tomás de Aquino. In II Sent., d. 26, q. 2, a. 3, n. 134.

32. Ramírez. Ob. cit.,200.

33. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q. 18, a. 4, respondeo.

34. Ramírez. Ob. cit.,201.

35. Véase, Lamas, F. A. (2013). Cap. VII “Introducción al dinamismo humano”. En: El hombre y su conducta. Buenos Aires. IEF Santo Tomás de Aquino, 211 y sigs.

36. Lamas, F. A. (2002). “Percepción e inteligencia jurídicas”. En: Lamas, F. A. (Editor). Los principios y el Derecho Natural en la metodología de las ciencias prácticas. Buenos Aires. Educa, Colección Prudentia Iuris, 38.

37. D’Ors, Á. (1963).Una introducción al estudio del Derecho. Madrid.Rialp, 18-19.

38. En idéntico sentido: Massini, C. I. (1983). La prudencia jurídica. Prólogo de Georges Kalinowski. Buenos Aires. Abeledo Perrot, 46.

39. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 1.

40. Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, VI, IX, n. 889; cito de la traducción de Ana Mallea, (2000). Pamplona. EUNSA, 256. Véase también: Suma Teológica, I-II, q. 13, a. 3, respondeo.

41. Suma Teológica, II-II, q. 49, a. 2. Véase, asimismo: II-II, q. 74, a. 10, 2 m; Q. D. De Veritate, q. 12, a. 11, 3m.

42. Véase la extensa lista de detractores que enumera y analiza Recasens Siches, L. (1971) en Experiencia jurídica, naturaleza de la cosa y Lógica “Razonable”. México. FCE.

43. Lamas, F. A. (2002). “Percepción e inteligencia jurídicas”. Ob. cit., 38.

44. Kalinowski, G. “Le syllogisme d’application du droit”. En Archives de Philosophie du Droit. T. IX, 273-285.

45. Massini, C. I. (1983). La prudencia jurídica. Ob. cit., 73-75.

46. Aubenque, P. (1976). La prudence chez Aristote. París. PUF, 139-152.

47. García Maynez, E. (1977). Filosofía del Derecho. 2ª ed. Revisada. México. Porrúa.

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50. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L. (1989). Tratado de la argumentación. La nueva retórica. Traducción de Julia Sevilla Muñoz. Madrid. Gredos, 357.

51. Larenz, K. (1966). Metodología de la ciencia del Derecho. Traducción de E. Gimberanrt. Barcelona. Ariel.

52. Wroblewski, J. “Legal Syllogism and Rationality of Judicial Decision”. En Rechstheorie, nro. 1, 33-46.

53. MacCormick, N. (1978). Legal Reasoning and Legal Theory. Oxford. Clarendon Press, 19, 21-22, 25.

54. Suma Teológica, I-II, Q. 96, a. 1, ad. 1.

55. “La experiencia es la presencia intencional de lo real, en tanto se aparece al hombre en su concreción fenoménica”. Lamas, F.A. (1991). La experiencia jurídica. Ob. cit., 85.

56. Massini, C. I. (1983). La prudencia jurídica. Ob. cit., 62.

57. De conformidad con la clasificación que hemos propuesto más arriba, en el capítulo II.4.de este estudio.

58. Suma Teológica, I-II, q. 105, a. 2, ad. 8.

59. Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 3, ad. 1.

60. “Es necesario que el juicio se haga según la ley escrita, pues de otro modo el juicio se apartaría ya de lo justo natural, ya de lo justo positivo” (Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 5, respondeo).

61. “Vista de esta manera, la tópica es una meditación prelógica, pues, como tarea, la inventio es primaria, la conclussio secundaria. La tópica señala cómo se encuentran las premisas, la lógica las recibe y trabaja con ellas”. Viehweg, Th. (1964). Tópica y jurisprudencia. Prólogo de Eduardo García de Enterría. Traducción de Luis Díez-Picazo. Madrid. Taurus, 58.

62. Aristóteles. Tópica, 2, 6.

63. Cfr. Cicerón. Orator, 44-45.

64. Castán Tobeñas, J. (1947). Teoría de la aplicación e investigación del Derecho. Madrid. Instituto Editorial Reus, 12.

65. Santo Tomás de Aquino. In Libros Analyticorum Expositio, Nro. 6 (numeración de Marietti).

66. En otro lugar, ensayamos la siguiente definición de principios jurídicos: “[…] son aquellas proposiciones práctico-normativas máximamente universales que expresan criterios de conducta en forma sintética, indeterminada y abstracta, y que, en virtud de encontrarse en los niveles superiores de la estructura jerárquico-normativa, operan como fundamento, explicación e instancia de unificación de todas las demás normas e instituciones del orden jurídico que se les subordinan y, consecuentemente, gobiernan la aplicación práctica de unas y otras”. En: Lalanne, J. E. (2015). “Los principios del Derecho del Trabajo”. En Revista de Derecho. Publicación de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica del Uruguay. Nro. 11 Julio 2015, 149.

67. Alexy, R. (2007).Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica. Lima. Palestra Ed. Ver “Apéndice”, B) La fórmula del peso, 457 y sigs.

68. Alexy, R. (2007). Ob. cit., 457.

69. Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 1, ad. 3.

70. Dice Santo Tomás que en los actos humanos “hay juicios que requieren la consideración de diversas circunstancias” (Suma Teológica, I-II, q. 100, a. 1, respondeo).

71. Viehweg, Th. (1964). Tópica y jurisprudencia. Madrid. Taurus, 120.

72. Dualde, J. (1933).Una revolución en la lógica del Derecho (concepto de la interpretación del Derecho Privado). Barcelona, 282 y sigs.; citado por Castán Tobeñas, J. (1947). Teoría de la aplicación e investigación del Derecho. Ob. cit., 15.

73. Neque legues et senatus consulta ita scribi possunt ut omnes casus qui quandoque (Justiniano. Digesto, Lib. I, Tit. 3, frag. 10).

74. Jus praetorium est quod praetores introduxerunt adjuvani, vel supplendi, vel corrigendi juris civilis gratia (Digesto, Lib. I, Tit. 1, frag. 7)

75. “Ni la laguna, cuando se la encuentra, puede siempre imputársela al legislador: antes bien, en líneas generales, todo ordenamiento es ‘por definición con lagunas’, como lo ha visto con insuperable precisión la filosofía idealística, analizando el carácter abstracto y, por tanto, general de la norma frente a la multiplicidad y a la individualidad de lo concreto. Así como es imposible que la normase adapte inmediata y automáticamente al caso singular antes de que en la obra de aplicación haya visto el juez el caso en su estructura racional y típica además de haberlo hecho en su individualidad y contemporáneamente haya encontrado en la ley toda su vis y potestas, así también es igualmente imposible que en la ley no haya lagunas”. López de Oñate, F. (2017). La certeza del Derecho. Traducción de Santiago Sentís Melendo y Mariano Ayerra Redín. Santiago de Chile. Ed. Olejnik, 92.

76. Aristóteles. Retórica, I, 1.

77. Alchourron, C. E. y Bulygin,E. (1971). Normative Systems. New York/Wien. Springer Verlag. Capítulos II y VI. Hay traducción castellana de los mismos autores: (1975). Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales. Buenos Aires. Astrea.

78. A mero título ejemplificativo, cabe citar el Digesto: Lib. 27, Tit. 1, ley 13, párr. 7; en la Edad Media, la Glosa de Godofredo: Glosas51 y 52 y la Compilación aragonesa de 1274, que otorgaban a la naturalis justitia, a la ley natural o a la equidad el carácter de instrumentos aptos para completar el Derecho escrito cuando fuera necesario. En la Edad Moderna, el Código de Austria de 1797, sancionado en tiempos de Leopoldo II para la Galitzia Occidental, tiene fama de ser el primero en mencionar a los principios generales y naturales del Derecho y, en 1838, el Código Civil Albertino establecerá por primera vez para la Cerdeña y el Piamonte la fórmula de principios generales del Derecho.

79. “Puesto que se debe juzgar según las leyes escritas, conforme a lo expuesto, el que pronuncia el juicio interpreta de algún modo el texto de la ley, aplicándolo a un asunto particular” (Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 6, respondeo).

80. Kelsen, H. (1960). Teoría pura del Derecho. Traducción de Moisés Nilve. Buenos Aires. Eudeba, 163.

81. “Ambiguo”, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa:“[…] que puede entenderse de varios modoso admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión”.

82. Un concepto es vago cuando es dudoso si se aplica o no a ciertos entes. En el ámbito jurídico, Herbert Hart ha tematizado el tema de la vaguedad de las normas jurídicas en el capítulo VII de su obra más conocida: (1961).The concept of law. Oxford. Oxford University Press. Hay traducción castellana de Carrió, G. (1963). El concepto de Derecho. Buenos Aires. Abeledo Perrot.

83. Waismann, F. (1951). “Verificability”. En Flew, A. N. G. (Ed.). Logic and Language. Oxford. Blackwell, 117-144.

84. Kalinowski, G. (1972).“Philosophie et logique de l’interpretation en droit”. En APD, Nro. 17. Paris. Sirey. Citado por Massini, C. I. (1983). La prudencia jurídica. Ob. cit., 66.

85. Betti, E. (1959). Interpretación de la ley y de los actos jurídicos. Madrid. Revistade Derecho Privado, 100.

86. Justiniano la prohibió, según informa Albertario (1935). Introduzione storica allo studio del diritto romano giustinianeo. Milano, 136. Al respecto, véase también: Calamandrei, P. (1935). La cassazione civile. Storia e legislazioni. Milan-Torino-Roma. Bocca. Vol. I, n. 150, y vol. II, 71.

87. “Los jueces de la nación no son ni más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y el rigor de la ley misma” (Del espíritu de las leyes, XI, capítulo VI. Paris. Ed. Garnier, T. I, 234).

88. En general, sobre la Escuela de la Exégesis, puede verse, con provecho: Bonne case (s/f). La escuela de la exégesis en Derecho Civil, trad. de Cajica. México.

89. Expresión que emplea Binder, según señala López de Oñate,F. (2017). La certeza del Derecho. Ob. cit., 116.

90. Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 4, respondeo.

91. Recasens Siches, L. (1971). Experiencia jurídica, naturaleza de la cosa y lógica razonable. Ob. cit., 420.

92. Suma Teológica, II-II, q. 1, a. 5 ad. 4.

93. “De ratione opiniones est quod accipiatur unum cum formidine alterius oppositi; unde non habet firmam inhaesionem” (Suma Teológica, I-II, q. 67, a. 3, respondeo).


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